Un ciudadano activo, un tribuno fervoroso, un encendido orador de barricada no puede dejar pasar nunca una oportunidad de expresarse como la que hoy me ofrece esta valiente columna de denuncia. Todos sabemos cuál es la función en la sociedad de un actor de teatro, por ejemplo. Sus funciones, incluso, pueden ser tres: matiné, noche y trasnoche. Pero… ¿cuál es la función social de un intelectual, de un pensador, de un filósofo? La función de uno de estos forjadores de opinión, mis amigos, no es, precisamente, la de hallar respuestas válidas a las grandes incógnitas de la vida. No, no es ésa. La función de un pensador es la de elaborar preguntas y lanzarlas al infinito como saetas de blanco incierto, como piedras de sentido errático. Y advierto al lector ocasional que la pregunta que me dispongo a disparar ahora no ha podido ser contestada ni siquiera por los más sabios ancianos de la tribu. El mismísimo Paulo Coelho, fuente de todo conocimiento, se mostró dubitativo y remiso ante mi requisitoria. Y ésta es mi pregunta. Al que le quepa el sayo que se lo ponga, si es que sabe lo que es la responsabilidad ciudadana y si es que sabe, fundamentalmente, qué es un sayo. Ahí vamos: ¿Por qué los niñitos del turno mañana de la primaria tienen que ir tan temprano a la escuela? Pocos recuerdos infantiles logran atormentarme tanto como aquellas mañanas invernales, heladas, cuando mi santa madre venía a despertarme para ir al colegio. Aún hoy, con descubrimientos formidables como la quinina y la milanesa de soja, miles de niños pequeñitos son arrancados de la tibieza de sus lechos, aún de noche, lloviendo a veces, granizando otras, para ser arrojados a la calle inhóspita y glacial con la discutible excusa de la educación. Nadie presta atención al hecho. Ni Greenpeace ni Amnesty Internacional registran el atropello. Y no abogo porque los niños no vayan a la escuela, sólo clamo para que vayan más tarde. “A mi nene no le gusta ir a la escuela”, gimotean las madres. ¿Y cómo puede gustarle, madre de Dios, si usted le interrumpe el más plácido y abrigado de los sueños para lanzarlo a la negrura exterior? Por otra parte, admitamos que no se obliga a madrugar a los infantes para llevarlos a jugar en un prado rodeados de cervatillos, helados y bebidas cola. Se los obliga a madrugar para ir a enfrentarse con la dura realidad de memorizar la tabla del siete o individualizar cuál es el sujeto y cuál es el esquivo predicado. A mí, lo confieso, la experiencia de despertarme al alba me dejó secuelas indelebles. Todo, todo lo que he hecho ha tenido un solo objetivo: no levantarme temprano. Soy un hombre ignorante, lo asumo. No podría reconocer a un logaritmo aun parado éste enfrente mío. Pero, aún hoy, me siento feliz cuando cada noche apoyo la cabeza en la almohada y digo: “¡Qué suerte que mañana no tengo que levantarme temprano para ir a la escuela!”.
Roberto Fontanarrosa, columna Amigos, TXT #25, 5 de septiembre de 2003.
¿3 años ya?... Que lo parió!. ¿Sabes lo que pasa?... Uno no se da cuenta porque seguís dibujandonos siempre una sonrisa... Con tu agudeza, con tu inteligencía, con tu forma tan contagiosa y tan Fontanarrosa de ser. Gracias Negro, una vez más!